domingo, 1 de marzo de 2009


Se dice que un arqueólogo estaba visitando un pueblo indígena del que no se tenían mayores registros ya que se encontraba entre las montañas en un lugar casi imposible de llegar. Atento a cada movimiento de los nativos sin perder detalles y escribiendo en su anotador, el arqueólogo registraba cada cosa con mucha atención. Pero en un momento se encontró frente a algo que verdaderamente no esperaba. Detrás de unas colinas se topó con una lanura que denotaba ser un lugar muy especial. Preguntó de qué se trataba y le dijeron que ellos llamaban a ese sitio "el lugar de la vida". Sin pedir permiso se acercó a este lugar a ver de qué se trataba. Lo que resaltaba eran cientos de piedras que se encontraban una al lado de la otra. En cada piedra había un nombre y una fecha (1897-1899) en otra (1923-1925), lo cual indicaba que este era un cementerio de niños ya que todos eran menores de 5 años. Entonces el arqueólogo se emocionó y empezó a llorar, pensando en el dolor de este pueblo por estos niños. Cuando se alejaba del lugar, un nativo le preguntó por qué lloraba. El hombre le comentó que ver un cementerio de niños no era fácil, a lo que el nativo asombrado le explicó: ese no es un cementerio de niños. Lo que sucede allí es que en todas las generaciones del pueblo, cada uno de nosotros lleva un registro minucioso en un libro de la vida, de aquellas cosas que nos alegran y que valen la pena ser vividas. Entonces, el día de nuestro falleciemiento se cuentan todos esos días y se suman, lo que nos da el tiempo total que en realidad vivimos en este mundo.

No hay comentarios: